Uno de los nuestros

Por Román Alonso (socio del Stone Pony y Publicado en «El Mundo»).

No voy a hablarles de cine, tampoco de una película imprescindible de Martin Scorsese. La idea era hablar de Bruce Springsteen, pero tampoco. Y es que uno tiene la costumbre de llamar a sus amigos por su nombre de pila, así que les hablaré de Bruce.

Nadie duda de que la cuenta bancaria de una estrella del rock tenga una salud de hierro, de que su casa no sea como la del resto de los mortales, de que no necesite entrar a un estudio de grabación ni salir de gira para que su cuenta siga sumando ceros. Pero estamos ante la demostración de que una cosa es la cuenta bancaria y llenar estadios día sí, día también, y otra muy diferente es que todo eso te cambie. Pocos casos hay en el mundo del show business como el de New Jersey.

Entrega, pasión, fidelidad, fuerza… Pero quizás el adjetivo que más se puede aplicar al BOSS es honestidad, sin pose. Es así. Misma banda, misma mujer, mismos principios y valores que en la década de los setenta, cuando en los bares de la costa este, una Fender y una voz nos hacían soñar. Y ha llovido mucho desde entonces… Pero los mensajes de sueños rotos, de amores que duelen, de soledad impuesta, de luchas que no tienen premio, de perdedores, de historias en las que muchas veces nos hemos visto reflejados, y sobre todo y más que nada, de desprotegidos y desamparados, de jóvenes que vuelven de una guerra absurda –¿acaso hay alguna que no lo sea?–, con la espalda de sus vecinos como saludo, siguen siendo los mismos y con los mismos destinatarios.

Y casi 30 años después, golpe de rabia en la mesa y vuelta a los orígenes, con la economía y el desmedido afán de riqueza de los bancos como eje central de su último disco. Alguien que podría tener un retiro más que dorado, coge su uniforme de batalla y sus armas, que no son otras que unos vaqueros, una camiseta y una guitarra, y sale a la carretera a proclamar a los cuatro vientos que las víctimas de hoy en día y las ciudades empobrecidas, no son fruto de las guerras, sino de la avaricia. Y como la guinda a todo este proceso es dar un concierto para hacerse oír, es en ese momento cuando te das cuenta de que todo lo anteriormente expuesto, corre el riesgo de quedarse corto. Porque en cada concierto, Bruce y su banda dan lo mejor de sí mismos. El respeto es absoluto y mutuo. Porque si él está donde está, en parte sabe que es por nosotros pero, ¿y nosotros? ¿Dónde estaríamos si, cuando la vida te golpea en cualquiera de sus formas, no tuviésemos unos versos, unas estrofas y unas letras que describieran en todo o en parte por lo que estás estás pasando? Y eso es lo que nos regala cada noche. Sí, han leído bien. Nos regala. Porque el precio de la entrada incluye el acceso al local, oír de su voz las canciones que son la banda sonora de tu vida, y disfrutar de más de tres horas de rock. Pero la entrega, la pasión, el optimismo, la ilusión, las ganas de salir de allí y comerte el mundo, de luchar por lo que quieres y por quien quieres, no están incluidas en el precio de la entrada. Y no lo está, señores, porque eso, sencillamente, no tiene precio.

Y una pequeña historia para terminar que prometí no contar. Cuando alguien ama de verdad y hace una promesa, lo normal es cumplirla. Pero hay veces que ciertas cosas están más que justificadas. Aun así, tengo toda una vida para suplicar su perdón. Quedarte con una noche o un momento, después de 26 conciertos vistos –cuatro en la actual gira– se antoja, a priori, complicado. Pero en la ya histórica noche del 17 de junio, la noche del concierto más largo de su historia –3 horas y 50 minutos– ocurrió algo. Los relojes marcaban las 12.21 horas, y en el preciso instante en que sonó la primera nota de una armónica, supe que esa era la noche y que ese era el momento momento, que los 6 minutos siguientes serían especiales e intensos. Hay muchas canciones predilectas de los fans de Bruce, pero sólo una es la canción: Thunder road. Del mismo modo, hay muchas mujeres –y de eso los rockeros sabemos un poco– pero sólo una es ELLA. Cuando aparece sabes que la has encontrado. No hay más, no hay otra ni la habrá. Y si hablamos de regalos, la vida me ha regalado un momento irrepetible: oír esa canción abrazado a ella. No hubo que decir nada. Mis ojos se encargaron de delatarme.

Y todo gracias a un tipo de 62 años, millonario, estrella del rock, que no ha dejado nunca de ser uno de los nuestros. THANK YOU Bruce, my friend.

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